Hace un tiempo leí en la prensa el siguiente titular «Las meteduras de pata de la Justicia cuestan 3,8 millones de euros», refiriéndose a la cantidad que el Estado había tenido que pagar a lo largo del año 2013 en indemnizaciones por funcionamiento anormal de los Tribunales.
Tengo que confesar que dicha cantidad me parece escasa, sobre todo a la vista de lo que vemos día a día en nuestros Juzgados y Tribunales, ya que, ¿cuánto vale cada día que se priva de libertad a un hombre inocente? ¿Cuánto vale cada día que un niño es privado del contacto con su padre? Sinceramente, creo que no tiene precio.
Lo cierto es que estamos acostumbrados a escuchar o leer todo tipo de críticas sobre la justicia, pero la justicia NO comete errores, los que cometen «errores» son los encargados de impartir justicia, los jueces, hombres y mujeres, como usted y como yo, con nombres y apellidos, y quizás vaya siendo hora de decir esos nombres y apellidos en voz alta, para que, aunque sus «errores» queden impunes, no queden ocultos.
En un momento como este en el que parece estar de moda hacer listas de todo –defraudadores, maltratadores, pederastas, etc.– quizás sea hora de hacer listas de aquellos jueces que cometen «errores» graves, errores que sobrepasan los límites de lo admisible –porque todos somos humanos y en nuestra esencia está la posibilidad de cometer errores. Pero los errores que cometen los jueces tienen repercusiones extremadamente graves y, la mayoría de las veces, se podrían haber evitado–.
Tal vez sea esta la única manera de que los que cometen esos «errores» empiecen a pensarse dos veces sus decisiones. Pero es más, con esta práctica también se conseguiría que el mal hacer de unos pocos no manchase a todo un colectivo como pasa actualmente. Porque claro que los jueces cometen «errores», pero no todos, por lo tanto, que no paguen justos por pecadores.
No estoy en contra de la justicia, es necesaria; no estoy en contra de los jueces, son necesarios. Pero sí estoy en contra de aquellos que, teniendo encomendada una labor, en mi opinión, «sagrada», unas veces por incapacidad manifiesta, otras por dejadez, otras por cobardía y otras por mala fe, no hacen lo que tienen que hacer: administrar justicia.
En cualquier profesión, los errores se pagan. En la digna profesión de juez, los errores arruinan vidas: vidas de inocentes, vidas de trabajadores, vidas de padres, de madres y, sobre todo, de niños. Pero lo que es más grave, es que aquí los que cometen esos errores rara vez los pagan, más bien, todo lo contrario, desde su estrado son inmunes a todo, incluso a sus propios errores.
Ejemplos los tenemos todos los días: niños que por «error» se ven privados de su padre, madre o de ambos; hombres que por «error» se ven privados de su libertad; y así, un largo etc.
La ley no puede ser una excusa. Soy consciente de que los jueces están sometidos al imperio de la ley, que su obligación es cumplir y hacer cumplir las leyes, pero también soy consciente de que tienen medios suficientes para que esa obligación se lleve a cabo sin conculcar –quebrantar– derechos fundamentales.
Sabemos que los jueces tienen la facultad de interpretar las normas, y así lo hacen a diario, con interpretaciones que, en muchas ocasiones, van más allá incluso de la lógica.
Pero es más, los jueces, junto a la facultad que tienen de interpretar las normas, tienen cauces legales para que, cuando una ley o norma con rango de ley de cuya validez dependa el fallo pueda ser contraria a la Constitución, plantear una cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional.
Por lo tanto, no hay excusas para aplicar normas que no se ajusten a lo que dispone la Constitución, que al fin y al cabo es la norma suprema y, como tal, está por encima de todas las demás normas que forman nuestro ordenamiento jurídico.
Las leyes pueden ser injustas, pero los encargados de aplicarlas no. Son muchas las resoluciones judiciales en las que vemos que se le da la vuelta a la ley para conseguir resultados que nada tienen que ver ni con el espíritu de la ley ni con su tenor literal, y se hace simplemente con la finalidad de favorecer determinados intereses o colectivos.
Pues bien, Señorías, den la vuelta a la ley para conseguir resultados justos; hagan que la sociedad se pueda sentir orgullosa de la justicia y de los jueces como encargados de administrarla; les garantizo que el esfuerzo vale la pena.
No es casualidad que en los distintos barómetros del CIS –Centro de Investigaciones Sociológicas– la profesión de juez sea una de las peores valoradas; de los jueces depende que esto cambie.
Hoy en día que tan de moda está la palabra «casta» no puede ser que los jueces sean una «casta» aparte, porque los jueces son parte de la sociedad; los ciudadanos no son sus súbditos ni los abogados sus enemigos. Y una de dos, o nos salvamos todos juntos o nos despeñaremos por separado.
Sin embargo, si cada día está más arraigada la idea de que los jueces son una «casta» aparte, por algo será…, y lo lamentable no es que esa idea la tenga el ciudadano de a pie, lo lamentable es que esa idea la pueda tener algún juez.
En mi opinión, un juez es un servidor público, y precisamente su quehacer diario debe estar inspirado por esa vocación de servicio a la sociedad a la que debe servir, sin embargo, muchos parecen haber olvidado algo tan elemental.
Igualmente, un juez no debe olvidar nunca que, como establece nuestra Carta Magna, la justicia emana del pueblo.
Está muy bien que los jueces salgan a la calle, que se opongan a las reformas que desde el Ministerio de Justicia se están haciendo, pero no se opongan solo a aquellas que atentan contra su estatus, sus derechos o sus privilegios. Señorías, opónganse a todas aquellas que, por injustas, atentan contra todos los ciudadanos; así, y solo así, conseguirán el apoyo de la ciudadanía.
Usen sus togas para reivindicar derechos, pero derechos de todos. No olviden que la toga no es un mero atuendo, sino que es la imagen en la que la sociedad deposita su confianza, y que la toga necesita un alma y un corazón, no pudiendo haber togas sin alma y mucho menos sin corazón, porque entonces son togas desalmadas, y de una toga desalmada nunca, absolutamente nunca, se puede esperar justicia. Y si no podemos esperar justicia de ustedes, ¿qué vamos a esperar? ¿De quién la vamos a esperar?
Una virtud que debe adornar a cada juez es la «justicia». Un juez, por encima de todo, debe ser justo, y ser justo, entre otras cosas, es dar a cada uno lo suyo. Pero sobre todo es tratar a la gente como quisieras que te trataran a ti, por lo que, si un juez no trata al ciudadano que acude a su juzgado como quisiera que lo trataran a él, no está siendo justo, y no hay nada más decepcionante que un juez injusto.
Los jueces son parte de la sociedad, pero una parte privilegiada. Señorías, hagan valer sus privilegios, pero en favor de los más débiles y en contra de la injusticia, solo así cambiarán los barómetros del CIS y, lo que es más importante, los ciudadanos nos podremos sentir orgullosos de nuestros jueces.
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